Un mar de sueños
Luis Armando Aguilar Sahagún[1]
Este lago fue el mar en el que el rabbí Jeshua vio reflejado el sueño del Padre. Por las noches, en cada destello se reflejaba a sus ojos un hijo de Abraham. Su mente asociaba un nombre al rostro que venía a su memoria. Durante el día, en cada hombre veía a un pescador, en cada mujer, a una hermana y discípula, y en cada anciano, a sus padres Abraham, Isaac, Jacob y a Joseph… En cada niño, un receptáculo de su cariño y de la predilección de su Abbá.
Cada ola era una alabanza, y en el mar, en toda su anchura y profundidad, el baso en el que nunca podría caber el amor de su Padre, la hondura, lo inabarcable de su seno, para acoger a todos, perdonar a todos, ser el Padre de todos.
El mar era el libro donde el cielo dejaba leer lo que habría de ser el Reino, que ahora lo ocupa por completo.
Algunos de sus discípulos creían que el rabbi Jeshua padecía insomnio. En realidad, soñaba despierto. Los cardúmenes que corrían debajo de la barca en donde solía pasar las noches eran un ícono de los pueblos numerosos a los que querría que llegara la buena noticia que el Padre le ha confiado. Su corazón es tan ancho como este mar. Sus entrañas, tan sensibles como las de su Padre del Cielo. Sus gestos, más elocuentes que los de todos los profetas juntos. Su mirada, tan profunda y clara como las profundidades de este lago.
En sus orillas los jóvenes se bañan, pescan, se divierten. Llega el momento decisivo en el que tendrán que hacer una elección decisiva. La voz del rabbi no da tiempo a la vacilación: “¡Sígueme!”
La obra del Padre no puede esperar. Es este el mar de los más grandes sueños, de las más trascendentes decisiones, de las más inimaginables capacidades de acción y de entrega, oración y de alabanza.